domingo, 14 de marzo de 2010

La princesa de idahue


El peñón de Idahue, en Colchagua, encierra una vieja historia. Quien lo sepa mirar, podrá ver esbozada en uno de sus lados una gran puerta con poderosos cerrojos. Esta puerta guarda el misterio del peñón.
Pero como no hay secreto, por muy guardado que esté, que no se trasluzca, el del peñón de Idahue ha ido poco a poco revelándose.




Según se cuenta, en tiempos muy remotos existía en las inmediaciones del peñón un reino floreciente. Un numeroso ejército lo guarnecía y prestaba especial protección a las grandes riquezas que en el reino se encerraban. Los palacios de los nobles resplandecían de lujo, pero quedaban empequeñecidos si se les comparaba con el palacio real.
Los tesoros que se habían reunido en el regio alcázar superaban a las mayores riquezas de los emperadores de todos los tiempos. Pues bien, sobre tanto oro, sobre tanta pedrería, sobre tantos mármoles y maderas finas, deslumbraba a todos como un sol, la única hija del Rey.

Pero si no había en el reino ninguna joven tan bella como la Princesa, tampoco se conocía una mujer más caprichosa. Nada la contentaba ni satisfacía. Todas las joyas, todos los trajes, todos los adornos, le parecían mezquinos para su belleza. Vivía sólo pendiente de sí misma y constituía un tormento para las modistas, joyeros y perfumistas.

Llegó a tal extremo en sus caprichos, que un día el Rey, su padre, la reprendió:
- Tienes que moderarte - le dijo.
Estás humillando constantemente a todas tus damas. Estás ofendiendo a los pobres con tus derroches. Con lo que tú malgastas, harías ricos a todos mis súbditos.
Modérate y hazte amar.

Pero la caprichosa Princesa no hizo ningún caso de su padre.
Disgustado Dios de su mal proceder, bajó a hablarle:
- Andas muy equivocada - le dijo -. Tienes que pensar que ninguna belleza es perfecta si no va acompañada de la bondad. Tu pueblo admira tu belleza, pero no te quiere. Y cuando llegue el día en que tengas que rendirme cuentas de tu vida, serán tus buenas acciones y no las bellezas de tu rostro, las que te salvarán.

Mas la Princesa, tan ciega estaba con sus lujos y caprichos, que ni al mismo Dios obedeció.

Agotadas así todas las buenas razones, no hubo más remedio que castigarla. Dios bajó de nuevo al palacio, cogió a la Princesa y la condujo al peñón. Al encerrarla dentro de aquella imponente fortaleza, le dio a conocer su sentencia:

- Aquí permanecerás encerrada hasta que te decidas a corregir tu vanidad y a poner freno a tus caprichos. Todas las mañanas se abrirá tu prisión y tendrás ocasión de recuperar la libertad. Si te conformas con lavarte con agua clara y adornarte con flores, te verás inmediatamente libre. Pero si vuelves a perfumarte y a arreglarte con cremas y pinturas, el peñón te volverá a aprisionar.

Y desde entonces, que hace ya muchísimos años, cada mañana a los primeros albores, la enorme puerta del peñón de Idahue se abre, y el mundo ofrece a la cautiva Princesa la misma libertad que disfrutan los vientos y los pájaros.

Y ella quiere ser libre y dejar aquel encierro. Y se lava con el agua fresca y clara de la mañana. Pero luego, coge el espejo, para peinarse, y, al contemplar su rostro, se olvida de su buen propósito y cae de nuevo en su coquetería:
- Tan guapa como soy, no debo estar tan descuidada.
Pero al empezar a darse cremas y perfumes, vuelve a cerrarse el peñón y a prolongarse por un día más el castigo.

Y así, día tras día, desde hace muchísimo tiempo, las primeras luces del alba contemplan esta lucha entre la vanidad y la libertad, en que aquélla siempre resulta vencedora.

El Rey murió, las riquezas que lo rodeaban se esparcieron, el reino se arruinó; y hoy, después de tanto tiempo, en los alrededores del peñón no quedan ya vestigios de toda aquella pasada grandeza. Sólo queda, desafiando al tiempo y a la justicia divina, la incorregible coquetería de una mujer.

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