martes, 9 de marzo de 2010

Fátima, la hija del carbonero.



Había una vez un hombre llamado Jamal, que tenia siete hijas y que para poderlas alimentar hacia carbón al bosque e iba a venderlo a la ciudad.

Todas las hijas, menos la pequeña, sentían vergüenza de su padre porque era pobre y porque de tanto trabajar todo el día con el carbón siempre iba sucio, ennegrecido y mal vestido.

Por querer esconder que estaban en una mala situación, las seis hijas se pasaban todo el día maquillándose y acicalándose, sin hacer nada. Dejaban todas las tareas de la casa en manos de su hermana pequeña, Fátima, que se ocupaba de ellas de gusto. A la noche, cuando el padre llegaba cansado, ella le sacaba las sandalias y le lavaba toda la ropa enseguida, que estaba llena de polvo negro para que la mañana siguiente se la pudiera poner bien limpia.

La Fátima era conocida en todo el país por su inteligencia. Era capaz de comprender las palabras más complicadas y resolver los enigmas más difíciles.

El Emir de aquella región, el gran Samir, también tenía fama de ser un gran aficionado a los enigmas y, como que era muy autoritario y caprichoso, les planteaba a sus súbitos bien difíciles, los cuáles los habían de resolver rápidamente si no querían perder la vida.

Un día les explico a los habitantes de la ciudad, entre los que estaba el carbonero, esta adivinanza:

“Tengo un árbol de doce ramas,
cada rama tiene treinta ramitas,
cada ramita tiene cinco hojas”

Tenéis ocho días para decirme que es. Si pasados estos ocho días no lo habéis adivinado, os cortare la cabeza.

Los súbitos del rey se fueron muy abatidos y preocupados y cada día procuraban por todos los medios encontrar la respuesta. Ya era cerca del día que se habían de presentar delante del emir y el carbonero, angustiado, explico el enigma a sus hijas. Cuando la pequeña Fátima lo oyó, dijo:

- No hay una cosa más fácil que resolver el enigma del rey.

Jamal, el padre, escuchó atentamente la explicación.

Al día siguiente los hombres de la ciudad comparecieron delante el gran Samir. A cada respuesta que no acertaba el emir hacia burla e iba poniendo a un lado los condenados a muerte. Cuando le toco al carbonero.

- ¿Y tú, que has descubierto? – le pregunto el emir tiendo, convencido que el hombre no podría triunfar en aquello que los otros habían fracasado.
- ¡Majestad! – dijo Jamal – sólo Dios y vos sabéis la respuesta al enigma. No obstante, yo pienso que el árbol representa el año, las ramas los doce meses, las ramitas los días y las hojas las cinco plegarias de la jornada.

El gran Samir exclamó:

- Carbonero, has salvado la vida y la de tus compañeros, porque esta es la respuesta correcta.

Un murmullo de descanso recorrió el grupo de hombre que ya creía que estaban condenados.

- Pero- continuo diciendo el emir-, no me puedo creer que tú sólo hayas encontrado la respuesta. Dime ahora mismo quien te ha ayudado a resolver el enigma.

El carbonero, muerto de medio, respondió:

- Una hija
- ¿Una hija? Pues me quiero casar con ella.
- Pero Majestad,….es demasiado joven, es…. Indigna de vos.
- Me quiero casar con esta chica que te ha ayudado a resolver el enigma. Dile que se prepare, le doy el tiempo de mi árbol. De aquí a doce meses mis hombres la vendrán a buscar.

El carbonero pensó que se trataba de un capricho del emir y que se olvidaría.



Al pasar los doce meses los hombres del emir se presentaron a casa del carbonero con una caravana cargada de esplendidos regalos. El amo, el emir, les había encargado que le diesen todos aquellos presentes a su prometida y también que le informasen de su belleza y sobretodo que le repitieran una por una las palabras que ella les dijera.

Durante el camino, los sirvientes robaron una parte de los presentes pensando que nadie se daría cuenta.

Cuando llegaron, vieron las siete hijas del carbonero, seis estaban muy atareadas acicalándose y mirándose en el espejo; la setena, la pequeña, se apresuró a recibirlos dignamente, ya que sus padres no estaban en casa en aquel momento.

Al cabo de un rato, el padre y la madre volvieron y se sorprendieron mucho de ver en su casa aquellos hombres del emir, porqué se habían olvidado de la promesa que les habían hecho.

Todos juntos comieron la comida que la jovencita había preparado en su honor.

Cuando estaban a punto de despedirse, la joven le dijo al jefe de los sirvientes:

- Cuando volvéis al lado de vuestro amo, le presentéis mis respetos y, al mismo tiempo, les ruego que no olvidéis decirle justamente esto:
“Faltan estrellas en el cielo,
agua en el mar,
y plumón en la perdiz”
Los sirvientes no entendían que les decía, pero repitieron muchas veces las palabras de la joven para retenerlas en la memoria y poder transmitirlas al emir.

En llegar encontraron al amo muy impaciente por volverlos a ver.

- ¡De prisa!- dijo- Explicádmelo todo y cuidado de no olvidarse de nada.

Los sirvientes repitieron una por una las extrañas palabras de la joven.

- ¡Miserables! – dijo el emir. ¿Que habéis hecho con mis presentes?

El jefe de los sirvientes se volvió pálido.

- Se lo hemos dado todo - dijo
- ¿Le disteis todos los presentes?- grito el gran Samir.

Los sirvientes, en verse descubiertos, se arrodillaron delante del emir y le suplicaron perdón.

- Sacando las piedras preciosas de las joyas de la joven- dijo Samir- la habéis privado de su cielo de estrellas. Cogiendo una parte de sus perfumes, habéis sacado agua del mar. Y cogiendo las ropas de oro y seda, le habéis sacado el plumón a la perdiz.
- Iros, no os quiero volver a ver más ¡!


Al poco tiempo, el emir y la joven celebraron sus nupcias. La fiesta duró siete días y siete noches.

El carbonero vio como cambiaba su vida de un día para otro. No se podía creer el milagro que le había convertido de carbonero a padre de la reina. El emir estaba muy contento de tener a palacio una esposa que podía responder y jugar con las mismas armas que él al juego de los enigmas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario