Había una vez una princesa que no sabía reír; es más, ni siquiera sabía sonreír.
El rey, su padre, mandó llamar a varios bufones a su castillo. Uno de ellos se paró de cabeza, otro le hizo graciosos gestos a la princesa; alguno le hizo cosquillas en la nariz con una pluma. Pero no lograron que ella se riera.
Cerca del castillo, vivían una mujer humilde y su hijo. El muchacho realizaba sus labores cotidianas de manera muy especial: Si su madre le decía que lavara las zanahorias, ¡las tallaba en una tabla de lavar!
Pero era muy simpático, igual que su nombre: Tribilín.
Cierto día, la madre de Tribilín se dio cuenta de que en la alacena no había comida suficiente ni para un ratón. Entonces llamó a su hijo y le ordenó:
- Tribilín, no tenemos más que pan rancio para la cena. Ve al castillo a pedir empleo.
-Está bien, mamá -repuso él-. Así lo haré. No te preocupes.
Al llegar al castillo, Tribilín vio a la princesa y le sonrió.
Pero ella no le devolvió la sonrisa.
"¿Por qué no sonreirá la princesa?", se preguntó nuestro amigo. y sin dejar de mirarla, siguió caminando.
De pronto, tropezó con una piedra.
Sus manos revolotearon en un sentido y los pies en otro, hasta que, finalmente, cayó de boca en el suelo.
La princesa contempló la graciosa escena, pero te equivocas si crees que se echó a reír. Ni siquiera sonrió.
Tribilín encontró empleo en el gallinero real. Su trabajo consistía en recoger los huevos de los nidos.
Al terminar, recibió en pago una docena de huevos frescos.
-¡Viva! –Exclamó Tribilín-. ¡Huevos frescos para la cena!
Y corrió a mostrárselos a su madre.
Tan entusiasmado iba, que no veía donde pisaba, y volvió a tropezar con la misma piedra.
Sus pies revolotearon en un sentido y sus manos en otro. Los huevos volaron por los aires.
Tribilín trató de atrapar los huevos antes de que cayeran; pero cuando lograba agarrar uno, se le resbalaba de las manos.
La princesa contemplo tan chusca maniobra.Ni siquiera sonrió.
-Si hubieras puesto los huevos en tu sombrero, nada les habría pasado – comentó la madre de Tribilín cuando se entero de lo ocurrido.
-No te preocupes, mamá –dijo él-. Lo haré así la próxima vez.
Al día siguiente, Tribilín trabajo en el establo real, ordeñando vacas.
Cuando terminó, recibió en pago un cubo de leche.
-¡Bravo! –gritó Tribilín-. ¡Leche fresca!
Y corrió a llevársela a su madre.
Al llegar a la puerta del castillo, Tribilín recordó lo que su madre le había aconsejado.
Así pues, vació la leche en el sombrero.
Luego se lo puso…. Y, claro, se dio un baño.
La leche le entró en los oídos y le escurrió debajo de la camisa.
La princesa, desde la ventana, observo lo ocurrido.
Cualquiera se hubiera reído al contemplar espectáculo tan ridículo, pero no la princesa.
Ella ni siquiera sonrío.
-¡Si hubieras traído el cubo en las manos, nada habría pasado! –dijo la madre de Tribilín cuando se entero de lo ocurrido.
-Descuida, mamá –repuso él-. Lo haré así la próxima vez.
Tribilín trabajo el día siguiente dando de comer a los cerdos.
En pago, el porquerizo le dio un travieso cerdito.
-¡Un cerdito! –exclamó Tribilín. Apenas podía esperar para mostrárselo a su madre.
Sin embargo, al recordar lo que ella le había dicho, trató de levantar al animalito.
Pero como el cerdito tenía la piel muy gruesa, se le escapó…
Corrió ágilmente por un lodazal, y Tribilín lo persiguió.
Luego, el cerdito se metió en un montón de paja, y Tribilín lo siguió pero el animalito, más rápido que su perseguidor, logró huir.
Desde la ventana, la princesa miró a Tribilín, que estaba cubierto de lodo y paja.
Pero, ¿Crees que se rió?
No. Ni siquiera sonrió.
Esa noche, la madre de Tribilín lo recibió en la puerta, y al enterarse de lo que había pasado con el cerdo, exclamó:
-Pero, ¿en donde tienes la cabeza?
Si hubieras traído al cerdo tirándolo de una cuerda, nada habría sucedido.
-No te preocupes, mamá –dijo él-. La próxima vez haré como me dices.
Al otro día, Tribilín trabajo en la cocina real, lavando los trastos. Cuando terminó, el cocinero le dio un enorme pescado.
-Cuando mi mamá vea este pescado –dijo Tribilín-, se le pasará el enojo.
Luego recordó lo que su madre le había dicho; así que, con todo cuidado, ató el pescado con una cuerda.
Y así tirando de él, se dirigió a su casa.
En eso, unos gatos olfatearon el pescado, y corrieron tras él para darse un banquete.
Cuando Tribilín pasó frente a la ventana de la princesa, del pez solo quedaba el esqueleto.
Pero t equivocas si crees que la princesa rió al verlo.
Ni siquiera sonrió.
Esa noche, Tribilín le contó a su madre cómo había perdido el pescado.
-¡Cabeza de chorlito! –exclamó ella-.
Hubieras traído el pescado al hombro y nada le hubiera pasado.
-No te preocupes, mamá, así lo haré la próxima vez.
A la mañana siguiente, muy temprano, Tribilín fue al castillo. Esta vez le encargaron que limpiara los establos.
Tan bien hizo su trabajo, que el encargado le regalo una vaca.
-¡Con esta vaca, mi madre se hará rica! -exclamó Tribilín-. Pero, ¿Cómo la llevaré a casa?
Entonces recordó lo que su madre le había dicho la noche anterior.
Se quitó e sombrero y se lo puso a la vaca; en seguida, le sujetó el chaleco alrededor del pescuezo.
Después, camino a gatas y se metió debajo del animal.
-¡Como pesa esta vaca! –exclamó cuando con grandes esfuerzos trató de ponerse en pie.
Por fin pudo levantarse, con la vaca sobre los hombros.
La princesa, que estaba en su ventana, vio que Tribilín se acercaba con la vaca al hombro.
¿Y sabes lo que ocurrió?
Se echó a reír con tal fuerza, que le dolió el estómago y los oídos estaban a punto de estallarle.
Y reía, y reía…
¡El rey no podía creerlo!
-Si ese joven puede hacer reír a la princesa –dijo-, será mejor que se quede aquí para siempre.
Por tanto, mandó llamar a Tribilín y le preguntó si quería vivir en el castillo.
-¡De mil amores –respondió-, pero sólo si mamá quiere venir conmigo!
Al día siguiente, Tribilín y su madre se mudaron al palacio.
Y allí vivieron felices para siempre.
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