Hace muchos años reinaba Benet de Montgarran las tierras de Namur. Vivía en un castillo dentro de la roca de una alta colina.
Entonces las Árdenas no existían, pero he aquí que esta historia hablará de su nacimiento.
Benet de Montgarran tenía las torres más bellas del país, los bosques repletos de caza y, por su bondad natural nunca abusó de su derecho señorial. Era querido por los siervos y agricultores y se podía asegurar que en treinta millas a la redonda no había otro país más próspero y feliz.
La prosperidad de sus territorios producía la envidia de los señores vecinos.
Había otro personaje que estaba muy descontento de la alegría que envolvía al pueblo de Benet. Éste, maestro de los maleficios, fuerte como cien hombres y alto como una montaña era el diablo.
Después de una larga noche de diez años, el diablo salió de las tinieblas y desde una gruta contempló la tierra. Por todas partes veía a gente que luchaban, quemaban las casas y cosechas se perdían. El diablo mientras observa esto era feliz y volvía a dormir.
De pronto, la mirada del diablo se encontró con las tierras de Benet. Vio a la gente bailar y las cosechas que crecían en el campo.
A partir de ese momento, muy enfadado, propuso acabar con lo que había visto. Envió demonios, lobos feroces y todas las bestias malvadas y diabólicas que encontró para destruir las tierras de Benet.
Estos malvados personajes lanzaron maleficios sobre las cosechas, los lobos asustaron a los habitantes y las bestias feroces devoraban sus animales.
Benet veía destruirse la prosperidad de su país, la gente se sentía triste y las tierras cada vez más pobres. Un día los magos buenos del castillo encontraron unos poderes capaces de destruir las bestias enviadas por el diablo.
Pronto volvió la alegría nuevamente a las tierras de Benet.
Al despertar nuevamente el diablo, pensando en la destrucción de las tierras de Benet observó desesperadamente que su plan había fracasado. Su cólera era tan grande que decidió él personalmente acabar con aquella situación de alegría y prosperidad.
El diablo fue a buscar una roca inmensa al fondo del mar, que era dos veces más alta que él. Se la cargó a su espalda y partió hacia las tierras de Namur. Caminó dos días y dos noches con la piedra a sus espaldas, viajó desde Portugal a Francia y pronto llegaría al país de Benet.
Benet, avisado por un mago de que el diablo venía dispuesto a destruir su castillo y su país, buscó con astucia una solución para evitar el desastre. Al fin la encontró: acumuló todos los zapatos viejos y destrozados que pudo conseguir de su pueblo y vestido con harapos, como si de un pobre viajero se tratase, fue a la búsqueda del diablo.
Caminó largas horas hasta que lo encontró, sofocado, muerto de fatiga y con los pies destrozados.
El diablo confundiéndole con un simple viajero le preguntó:
- ¿Quedan muy lejos las tierras de Benet de Montgarran?
- ¡No puedes imaginar cuanto! – dijo Benet- mire yo vengo de allí y ya he gastado todos estos zapatos.
El diablo quedó abatido. Renunció a su proyecto destructor y volvió a la profundidad de las tinieblas, dejando allí la piedra inmensa, que rodó por toda la tierra ocasionando un gran estruendo.
A partir de aquel día Benet y su pueblo no volvieron a sufrir ningún ataque más y vivieron en paz y prosperidad en sus tierras. La roca quedó allí, donde han crecido bosques espesos. Son los que ahora se conocen como los bosques de las Árdenas.
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